Erase una vez un niño de unos siete años. Era un niño feliz
con miedos de niño, miedos mágicos que no daban miedo. Tenía mentirijillas de
niño y se sentía muy protegido de tal forma que dormía como un niño feliz y
remoloneaba al levantarse.
Un día le dieron unos dineros para que fuera a comprar algo,
no importa qué. Cuando llegó a la tienda del pueblo, donde vendían de todo, se
fijó en una pistolita de agua, como la que tenía alguno de sus amigos y con el
dinero que le habían dado se compró una. Volvió a casa y dijo que había perdido
el dinero, que tampoco era mucho.
¿Por qué tengo guardado éste recuerdo en mi baúl de
recuerdos, esqueletos y otras cosas inconfesables? Supongo que porque fue algo muy importante en mi vida aunque entonces
no me di cuenta. Fue la primera vez que mentí conscientemente, mi primer contacto con el
dinero y el poder que confería, la primera vez que de verdad sentí miedo a qué
pasaría si me descubrían (no resultó nada difícil), mi pérdida de la inocencia
en resumen.
No es que me convirtiera un mentiroso compulsivo a partir de
ahí, pero cuando se me presentaban los miedos por alguno de mis actos, cada vez
me costaba menos esfuerzo mentir. Y me construí un baúl, que tenía que ir
haciendo cada vez más grande, donde iba metiendo mis miedos, mis mentiras y lo
comportamientos que me avergonzaban y que era consciente de que a ser posible,
nadie debía enterarse.
A estos miedos se fueron añadiendo otros, de diferente
índole: “el santo temor de Dios”, el
miedo al castigo eterno por causa de mis actos (hasta soñaba con ello),
el temor a la maldad del pecado (¿qué es eso del pecado?) y hasta el miedo a
las mujeres, esas criaturas tentadoras que Dios ponía en mi camino.
Naturalmente yo no tengo madera de santo con lo cual cada día aumentaban estos
miedos el remordimiento por mis actos y todo era una cadena. Solamente guardé
en mi casi lleno baúl que era buen estudiante a pesar de todo.
Y así, entre miedos, mentiras, disculpas, disimulos, un buen
día descubrí el alcohol y ¡oh maravilla¡ se esfumaban todos esos sentimientos,
me sentía desinhibido y poderoso, me liberé de todas mis ataduras y comencé a
vivir, o eso me parecía. Al principio era agradable estar entre amigos con una copa en una mano y un cigarro en la otra.
Comencé a salir por las noches, cada vez volvía a casa más tarde y descubrí la
resaca de los lunes (aquellos lunes eternos) y un poco más adelante me empezó a
costar esfuerzo recordar donde había dejado el coche (tuve un vehículo a edad
bastante temprana). Pero no le daba demasiada importancia.
Cada vez iba a locales menos recomendables y frecuentaba
compañías menos recomendables aún. A la mañana siguiente no recordaba, o no
quería recordar lo que había hecho durante la noche, cosas incluso vergonzantes
que iban al baúl mirándolas de reojo; para entonces el tamaño de dicho
artilugio era ya considerable.
Llegó el momento que crucé la línea sin retorno, cuando ya
uno se convierte en adicto pero yo seguía empeñado en manejar algo que era
inmanejable, en mentir, en intentar disimular (para entonces ya era imposibles)
en seguir guardando mis miedos sin hacerles frente. Fueron años horribles donde
parecía que todo se derrumbaba alrededor hasta que tuve la suerte de sentirme
derrotado, de tener que elegir entre salir de aquél mar de confusión o ahogarme
en él.
Tuve humildad creo que lo llaman, para hacer caso a personas
que habían pasado por esto mismo (yo creía que era el único) que me enseñaron a
alejarme del alcohol y poco a poco empecé a vivir. Eso creía, iluso de mí. Un
buen día, con la cabeza ya algo despejada, me fijé en el baúl que tenía lleno
de cosas de mi pasado y no sabía qué hacer con él. Cuando pregunté qué hacer me
dijeron que fuera inventariándolo todo, arreglando lo que pudiera y asumiendo y
mirando de frente el resto para no tener que cargar toda la vida con ese peso a
la espalda.
Tarea ardua que tardé en comenzar y que aún me sorprende con
algo desagradable de recordar y que se encuentra tan profundo que no llego a
sacarlo. Pero al final quedaron los miedos, más difíciles de coger pues se escurren
entre los dedos. Los he ido sacando, uno a uno y algunos ya no me asustan: ya
no me asusta tratar con la gente, no me da miedo a andar por la calle y que
alguien me vea, no me dan miedo las cartas que Hacienda ya no me envía porque
ya no le debo, no me preocupa el asunto económico, me he demostrado que, hasta
el momento soy capaz de asumir cosas torcidas que me presenta la vida y hombre,
la muerte, ¡qué voy a decir¡ pues diré como Bernard Shaw “morirse nunca viene
bien”.
Mi planteamiento ante este tipo de miedos es preguntarme:
¿Qué es lo más que me puede pasar? Y una vez resuelto me pongo en la
disposición de aceptarlo.
Pero están los otros miedos, esos miedos difusos que no se
definir muy bien: la trascendencia, la levedad del ser, cómo no (para que se
vea que conozco a MIlan Kundera), si queda una memoria tras la muerte, como pensaba Karl
Sagan y esa melancolía y desazón que a veces me cogen por sorpresa (que si no son
miedos lo parecen). Todo lo que, en los primeros tiempos de bebedor achacaba a
la “angustia vital” (¡Qué bien nos vinieron Sartre y demás existencialistas a
los de mi generación¡) ¿Cómo librarme de esos miedos? No lo sé.
Si algo no me enseñaron es a manejar las emociones que son,
creo yo, con las que puedo dar respuesta a estos miedos. Estoy en ello y creo
que he recorrido un buen trecho. El manejo del rencor, de la ira, de la
sensación de seguridad económica y material ante el temor de no tener
suficiente, de la envidia por algo que no tengo, etc.
Otros miedos de esta índole los manejo con un reencuentro
con mis creencias, aunque revisadas y actualizadas y con la poquita fe que me
quedó después de todo; a mí me sirve, quizá a otros no. Y al final de todo, no
castigándome por lo que pasó o mejor por lo que hice, su recuerdo es el mejor
medio para no ser como sería. Y al final vivir cada día y llenarlo de cosas y
si se tercia decir como les decía Julio César a sus legiones en la Galia “la
empresa que hoy comenzamos no sabemos si tendrá éxito, pero sí sabemos que este
día tendrá fin”. Llevo años viviendo sin consumir. ¡¡Se puede!!
Carpe diem.
No hay comentarios:
Publicar un comentario