La soledad no querida, espiritual y material, se va
convirtiendo en una constante en mi vida. Es una tarde de marzo, gris y fría.
Aquí en Pamplona, el invierno se alarga más de lo deseable. He salido de casa
después de comer, aunque a estas alturas de la tarde no me acuerdo muy bien ni
si he ido a comer. Puede que haya empezado a beber a la mañana y me haya
saltado la comida. Bueno, no le voy a dar más vueltas. Lo mejor es tomarme una
copa, otra más, en el siguiente bar y así dejo de pensar en ello, que no
conduce a nada. Tengo un atisbo de vergüenza y de culpa al pensar en qué
estarán haciendo mis hijos pequeños y mi mujer, pero rápidamente lo escondo en
lo más profundo del baúl que tengo para guardar estas cosas.
Entro sólo, como ya va siendo habitual, poniendo la cara lo
mejor compuesta posible. Que no noten nada, aunque hoy es un día de esos que
por mucho que beba solamente me dedico a decir tonterías, a dar algún traspiés
y si se tercia a discutir un poco de física cuántica (¿qué es eso?). Se acerca
el camarero y le tengo que pedir que me ponga un coñac; me gustan más mis bares
habituales donde no me hace falta ni pedir lo que quiero; por alguna razón que
desconozco, tener que pedir lo que quiero me molesta.
Me la bebo de un trago pues no tengo paciencia para
saborearla y llamo al camarero para abonar la consumición. Saco del bolsillo un
montón de dinero; ¿cómo lo he conseguido? Hace tiempo que mi esposa ha
escondido la libreta para que no pueda disponer de él ya que últimamente soy
una ruina para la familia. Seguro que me las he ingeniado de alguna manera y
habré contado alguna de mis invenciones en una agencia donde no me conocían. El
caso es que tengo dinero.
Ha empezado a lloviznar y el tiempo es más desapacible. Me
subo el cuello del chaquetón. Inconscientemente tomo la dirección que me lleva
a casa. Pienso que aún no es tarde para evitar malestar con mi condición. Vale,
he bebido un poco pero estoy bien, o eso creo.
Cerca de casa hay un bar al que suelo entrar normalmente.
Hoy entro a tomar la última copa. En el mostrador hay un grupo de jóvenes,
alguno con maletas y me acerco a ellos con la intención de hablar de lo que
hablen pero ya se van a marchar. Van a la estación de tren, a despedir a uno de
ellos que va no sé a dónde. Ah! Pues os acompaño. Y allá nos vamos todos.
Yo no me despido de quien fuera que se iba, además es un
desconocido, pero en un arranque genial me monto en el tren, hasta donde vaya.
No tengo billete pero lo compraré ya de viaje.
Siete y media de la mañana. El tren llega al final del
viaje, Valencia. Hace fresco mientras me dirijo hacia la salida de la estación.
De reojo veo un afiche en la pared: “Si tienes problemas con el alcohol podemos
ayudarte”. Aparto inmediatamente la mirada. Por fin salgo a la calle y la
pregunta del premio gordo ¿qué
hago aquí?
Lo primero que hago es comprar unas cosas de afeitar
desechables y asearme en los lavabos de un bar. Algún cliente me mira con sospecha
pero yo no hago caso y termino y me dirijo a la barra para tomar una copa que me
anime.
No sé cómo he pasado la noche, supongo que adormilado en un
asiento y tengo la cabeza algo despejada, no demasiado. En Valencia no pinto
nada, así que tomo un tren para Castellón. Allí viví parte de mi infancia…y qué
espero encontrar después de tantos años. Pao el resto del día solo como no
podía ser menos mientras algo en mi cabeza me está diciendo que hay que volver
a casa. A la estación de nuevo y otro tren para Pamplona. Casi no he bebido en
todo el día y me paso el viaje en vagón restaurante, bebiendo, invitando a
gente desconocida y además les doy mi tarjeta y les invito a las fiestas. Menos
mal que no vinieron.
Me pide el billete el revisor y me dice que no tenía que
haber cogido ese tren pues a Barcelona y me indica donde bajarme para coger
otro. Es ya boche cerrada aunque no tengo que esperar mucho. Cojo vagón de
litera para ver de dormir un poco pero no lo consigo. Tumbado en la litera,
viendo pasar las luces y las sombras por la ventanilla, me embarga un gran
temor, vergüenza, remordimiento. ¿Qué he hecho? ¿Qué estoy haciendo? Me acuerdo
de Dios y le digo que me mate allí mismo; un ataque al corazón, algo rápido
pues me resulta temible. Creo que no he pasado una angustia mayor en ninguna
situación de mi vida.
Pero no me muero, sin embargo escucho por los altavoces que
estamos ye en Tudela. Tengo un sudor frío y no pienso en nada a no ser en que
el viaje no termine nunca. Por fin llego a Pamplona. Es temprano, una mañana
fría y tengo que ir a casa. Pero cómo voy a ir así. Una copa me entonará un
poco. Y de nuevo es otro día sin ir a trabajar, sin aparecer por casa, sin
comer ¿Qué me ocurre? ¿Es que estoy Loco?
Llega la noche y por fin me presento en mi casa. Allí están
mi esposa y mis dos hijos, pequeños. Entro y no me atrevo a decir nada, no miro a ninguna parte. No siento más que
vergüenza y odio hacia mí. Mi hijo mayor, de cuatro años se pone delante de mí
y me dice:-Papá, ¿no te marcharás más? Se me rompe el alma.
Ni un reproche, ni una voz más alta. Quisiera desaparecer.
Al día siguiente voy al trabajo. Como es mi costumbre, voy antes que el resto;
intento abrir la puerta de la sección de la que soy responsable pero no
funciona la llave. Han cambiado la cerradura. No me extraña, pienso y no pido
explicaciones. Me siento merecedor de todos los males del mundo.
Y sin embargo, algo interior me decía que lo volvería a
hacer y de hecho hicieron falta muchas aventuras de estas para que llegar a
plantearme que no quería llegar más bajo.
Mientras he estado escribiendo esto me preguntaba cómo era
capaz de actuar así, qué ideas pasaban por mi cabeza y qué ocurría en mi cerebro
que me parecían tan normales y hasta brillantes. Hoy se que en cuanto ingiero algo de alcohol algo empieza a funcionar mal en mi cabeza que hace que no sea yo. Habrá quien piense que ahora
que soy capaz de manejar mi adicción (pues aunque no beba sigo siendo adicto)
mejor olvidar estas cosas, pero tengo que recordarlas de vez en cuando y
mirarlas de frente, sin temor, pero quiero ver a dónde no quiero ir.
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