04-04-2014
Hay dos términos que se tiende a confundir: abstinencia y
sobriedad aunque tengan significados bien diferentes. La abstinencia consiste
en alejarse de algo, dejar algo en este caso la bebida y es lo que produce el
llamado “mono” o incluso puede llegar al “delirium tremens”. La sobriedad tiene
un sentido de moderación, de naturalidad y es aplicable a todos los aspectos de
la vida. Como adicto en recuperación (que no ex-adicto) he pasado por la primera
y llevo años intentado avanzar en la segunda.
Cuando llegué a lo más profundo de mi yo insobornable se me
plantearon las alternativas de seguir bebiendo hasta el final o rehacer mi vida
dejando lo que sabía que me estaba matando, literalmente. Yo quería vivir pero
elegí lo primero, lo más fácil y lo que mi cerebro trastocado me decía que
necesitaba. Siguieron tres días de desenfreno total, de desesperación por saber
que no podría salir de donde estaba. El tercer día decidí marcharme lejos donde
no me conocieran pues sabía lo que me esperaba y entre entradas y salidas a la
estación de tren para sacar un billete me monté en un taxi y le di una
dirección de un lugar donde sabía que tendría posibilidades de recuperarme si
yo quería. No me preguntéis por qué. No lo sé.
Entonces dio comienzo mi período de abstinencia.
Voluntariamente me estaba alejando de la causa de todos mis pesares, el
alcohol. Después de tanto tiempo abusando de su consumo lo necesitaba para
sentirme vivo, mi cerebro lo pedía con insistencia y tuve que echar mano de una
serie de artilugios mentales para evitarlo: no consumir solamente por un día,
no tomar la primera copa o combinado o lo que fuera. Y así engañándome y
engañando a mi mente fue pasando mi tiempo de abstinencia con días irascible o
deprimido a veces sin querer hablar con nadie pero asistiendo a las terapias y
aprendiendo cosas sobre mí y mi adicción y cogiendo experiencia en la cosa del
no beber.
Debió durar bastante este esforzarme por no consumir pues llevando
cuatro años de recuperación me dijo mi mujer: “Vete a beber de nuevo pues no
hay quien te aguante” Me di cuenta de que mi carácter se había agriado lo
suficiente como para hacer insoportable mi compañía. ¿Qué estaba haciendo mal?
Presté más atención en mi reuniones y caí en la cuenta de
que hasta el momento no había hecho más que dejar de beber de forma que me
había quedado yo con mis emociones sin control y sin nombre siquiera, con mi
forma de vida sin demasiados valores que la hicieran placentera, con mis muchos
defectos de toda índole sin control y todo ello sin poder recurrir al consumo
del alcohol para soportarlo.
Fue entonces cuando descubrí que existía algo llamado
sobriedad pero que al contrario que la abstinencia no se conseguía de forma
gratuita sino que había que ir conquistándola día a día en un lento proceso que
posiblemente dure el resto de la vida pero que me resulta apasionante. Vamos,
que no es como esos libros de autoayuda que se leen y parece que ya han
solucionado la vida.
Los sinsabores que me causaba el síndrome de abstinencia
pasaron al olvido, lo mismo que mi obsesión por beber y lo sustituí por la
labor de lograr la sobriedad. He leído hoy un artículo donde un sicólogo
explica cómo con la palabra no basta y así es. Comencé a cambiar mis hábitos, desechando
unos y cultivando otros, me rodeé de gentes que veía que tenían esos valores
que yo había empezado a querer conseguir.
He tenido que ir poniendo nombre a mis emociones y me he
dado cuenta de que tengo abundancia de ellas sin control: ira, orgullo, temores
infundados, sentido de culpa, auto conmiseración. Y he tenido que ir
practicando lo contrario de cada una de ellas: humildad (qué palabreja,
verdad?), querencia por mí mismo, he tenido que dulcificar mi carácter y
terminar con mis prisas de toda mi anterior vida y sobre todo he tenido que
aprender a vivir. De forma que cuando cualquier impulso primitivo como la ira,
el temor, etc. aparece, cosa por lo demás inevitable, sepa darle salida sin
daño para mí ni para los demás. No siempre lo consigo, por cierto.
Así que me encuentro en el camino de la sobriedad, sobriedad
como naturalidad una vez eliminados todos los adornos superfluos y todo el
deseo de apariencia de ser lo que no soy. Sobriedad en todos los actos de la
vida, en comer, en vestir, en conducir… Hay veces que lo consigo y hay veces
que no, pues también tengo que ser sobrio en las recriminaciones que yo mismo
me hago.
Sigo en recuperación aunque sé que cualquier desliz puede
llevarme de nuevo al abismo y sigo asistiendo a mis reuniones porque necesito
saber cómo los demás solucionan sus asuntos que muchas veces coinciden con los
míos. Y así sigo aprendiendo a practicar todo eso que me hace una persona
válida para la sociedad. Practicando se aprende mejor que escuchando.
Si alguien me pregunta si merece la pena tanto esfuerzo la
respuesta es sí por cuanto se llegan a realizar cosas impensables materialmente
y con uno mismo sin la necesidad de acompañarlo con una o varias cervezas.
Produce más satisfacción que cuando me refugiaba en la bebida para llenar el
hueco que tenía en mi yo.
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